lunes, 19 de noviembre de 2007

POEMAS

POEMA DE AMOROSA RAÍZ

Alí Chumacero (1918)

Antes que el viento fuera mar volcado,
que la noche se unciera su vestido de luto
y que estrellas y luna fincaran sobre el cielo
la albura de sus cuerpos.

Antes que luz, que sombra y que montaña
miraran levantarse las almas de sus cúspides;
primero que algo fuera flotando bajo el aire;
tiempo antes que el principio.

Cuando aún no nacía la esperanza
ni vagaban los ángeles en su firme blancura;
cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios;
antes, antes, muy antes.

Cuando aún no había flores en las sendas
porque las sendas no eran ni las flores estaban;
cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas,
ya éramos tú y yo.


PARA LOS QUE LLEGAN A LAS FIESTAS
Ruben Bonifaz Nuño

Para los que llegan a las fiestas
ávidos de tiernas compañías,
y encuentran parejas impenetrables
y hermosas muchachas solas que dan miedo
-pues no uno sabe bailar, y es triste-:
los que se arrinconan con un vaso
de aguardiente oscuro y melancólico,
y odian hasta el fondo su miseria,
la envidia que sienten, los deseos:
para los que saben con amargura
que de la mujer que quieran les queda
nada más que un clavo fijo en la espalda
y algo tenue y acre, como el aroma
que guarda el revés de un guante olvidado;
para los que fueron invitados
una vez; aquellos que se pusieron
el menos gastado de sus dos trajes
y fueron puntuales; y en una puerta,
ya mucho después de entrados todos,
supieron que no se cumpliría
la cita y volvieron despreciándose;
para los que miran desde afuera,
de noche, las casas iluminadas,
y a veces quisieran estar adentro:
compartir con alguien mesa y cobijas
o vivir con hijos dichosos;
y luego comprenden que es necesario
hacer otras cosas, y que vale
mucho más sufrir que ser vencido;
para los que quieren mover el mundo
con su corazón solitario,
los que por las calles se fatigan
caminando, claros de pensamientos;
para los que pisan sus fracasos y siguen:
para los que sufren a conciencia
porque no serán consolados,
los que no tendrán, los que pueden escucharme:
para los que están armados, escribo.


Poema 20
por Pablo Neruda

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.»

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Pequeñas historias de Julio Cortázar

Instrucciones para cantar
Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo.
Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por la nariz y deje en paz a Schumann.

Trabajos de oficina
Mi fiel secretaria es de las que se toman su función al-pie-de-la-letra, y ya se sabe que eso significa pasarse al otro lado, invadir territorios, meter los cinco dedos en el vaso de leche para sacar un pobre pelito.
Mi fiel secretaria se ocupa o querría ocuparse de todo en mi oficina. Nos pasamos el día librando una cordial batalla de jurisdicciones, un sonriente intercambio de minas y contraminas, de salidas y retiradas, de prisiones y rescates. Pero ella tiene tiempo para todo, no sólo busca adueñarse de la oficina, sino que cumple escrupulosa sus funciones. Las palabras, por ejemplo, no hay día en que no las lustre, las cepille, las ponga en su justo estante, las prepare y acicale para sus obligaciones cotidianas. Si se me viene a la boca un adjetivo prescindible –porque todos ellos nacen fuera de la órbita de mi secretaria, y en cierto modo de mí mismo-, ya está ella lápiz en mano atrapándolo y matándolo sin darle tiempo a soldarse al resto de la frase y sobrevivir por descuido o costumbre. Si la dejara, si en ese mismo instante la dejara, tiraría estas hojas al canasto, enfurecida. Está tan resuelta a que yo viva una vida ordenada, que cualquier movimiento imprevisto la mueve a enderezarse, toda orejas, toda rabo parado, temblando como un alambre al viento. Tengo que disimular, y so pretexto de que estoy redactando un informe, llenar algunas hojitas de papel rosa o verde con las palabras que me gustan, con sus juegos y brincos y sus rabiosas querellas. Mi fiel secretaria arregla entretanto la oficina, distraída en apariencia pero pronto al salto. A mitad de un verso que nacía tan contento, el pobre, la oigo que inicia su horrible chillido de censura, y entonces mi lápiz vuelve al galope hacia las palabras vedadas, la tacha presuroso, ordena el desorden, fija, limpia y da esplendor, y lo que queda está probablemente muy bien, pero esta tristeza, este gusto a traición en la lengua, esta cara de jefe con su secretaria.

Maravillosas ocupaciones
Qué maravillosa ocupación cortarle la pata a una araña, ponerla en un sobre, escribir Señor Ministro de Relaciones Exteriores, agregar la dirección, bajar a saltos la escalera, despachar la carta en el correo de la esquina.
Qué maravillosa ocupación ir andando por el bulevar Arago contando los árboles, y cada cinco castaños detenerse un momento sobre un solo pie y esperar que alguien mire, y entonces soltar un grito seco y breve, girar como una peonza, con los brazos bien abiertos, idéntico al ave cakuy que se duele en los árboles del norte argentino.
Qué maravillosa ocupación entrar en un café y pedir azúcar, otra vez azúcar, tres o cuatro veces azúcar, e ir formando un montón en el centro de la mesa, mientras crece la ira en los mostradores y debajo de los delantales blancos, y exactamente en medio del montón de azúcar escupir suavemente, y seguir el descenso del pequeño glaciar de saliva, oír el ruido de piedras rotas que lo acompaña y que nace en las gargantas contraídas de cinco parroquianos y del patrón, hombre honesto a sus horas.
Qué maravillosa ocupación tomar el ómnibus, bajarse delante del Ministerio, abrirse paso a golpes de sobres con sellos, dejar atrás al último secretario y entrar, firme y serio, en el gran despacho de espejos, exactamente en el momento en que un ujier vestido de azul entrega al Ministro una carta, y verlo abrir el sobre con una plegadera de origen histórico, meter dos dedos delicados y retirar la pata de araña, quedarse mirándola, y entonces imitar el zumbido de una mosca y ver cómo el Ministro palidece, quiere tirar la pata pero no puede, está atrapado por la pata, y darle la espalda y salir, silbando, anunciando en los pasillos la renuncia del Ministro, y saber que al día siguiente entrarán las tropas enemigas y todo se irá al diablo y será un jueves de un mes impar de un año bisiesto.

Vietato introdurre biciclette
En los bancos y casas de comercio de este mundo a nadie le importa un pito que alguien entre con un repollo bajo el brazo, o con un tucán, o soltando de la boca como un piolincito las canciones que me enseñó mi madre, o llevando de la mano un chimpancé con tricota a rayas. Pero apenas una persona entra con una bicicleta se produce un revuelo excesivo, y el vehículo es expulsado con violencia a la calle mientras su propietario recibe admoniciones vehementes de los empleados de la casa.
Para una bicicleta, ente dócil y de conducta modesta, constituye una humillación y una befa la presencia de carteles que la detienen altaneros delante de las bellas puertas de cristales de la ciudad. Se sabe que las bicicletas han tratado por todos los medios de remediar su triste condición social. Pero en absolutamente todos los países de la tierra está prohibido entrar con bicicletas. Algunos agregan: "y perros", lo cual duplica en las bicicletas y en los canes su complejo de inferioridad. Un gato, una liebre, una tortuga, pueden en principio entrar en Bunge & Born o en los estudios de la calle San Martín sin ocasionar más que sorpresa, gran encanto entre telefonistas ansiosas o, a lo sumo, una orden al portero para que arroje los susodichos animales a la calle. Esto último puede suceder pero no es humillante, primero, porque sólo constituye una probabilidad entre muchas, y luego porque nace como efecto de una causa y no de una fría maquinación preestablecida, horrendamente impresa en chapas de bronce o de esmalte, tablas de la ley inexorable que aplastan la sencilla espontaneidad de las bicicletas, seres inocentes.
De todas maneras, ¡cuidado, gerentes! También las rosas son ingenuas y dulces, pero quizá sepáis que en una guerra de dos rosas murieron príncipes que eran como rayos negros, cegados por pétalos de sangre. No ocurra que las bicicletas amanezcan un día cubiertas de espinas; que las astas de sus manubrios crezcan y embistan, que acorazadas de furor arremetan en legión contra los cristales de las compañías de seguros y que el día luctuoso se cierre con baja general de acciones, con luto en veinticuatro horas, con duelos despedidos por tarjeta.

Conducta de los espejos en la isla de Pascua
Cuando se pone un espejo al oeste de la isla de Pascua, atrasa. Cuando se pone un espejo al este de la isla de Pascua, adelanta. Con delicadas mediciones puede encontrarse el punto en que ese espejo estará en hora, pero el punto que sirve para ese espejo no es garantía de que sirva para otro, pues los espejos adolecen de distintos materiales y reaccionan según les da la real gana. Así Salomón Lemos, el antropólogo becado por la Fundación Guggenheim, se vio a sí mismo muerto de tifus al mirar su espejo de afeitarse, todo ello al este de la isla. Y al mismo tiempo un espejito que había olvidado al oeste de la isla de Pascua reflejaba para nadie (estaba tirado entre las piedras) a Salomón Lemos desnudo en una bañadera, jabonado entusiastamente por su papá y su mamá; después, a Salomón Lemos diciendo ajó para emoción de su tía Remeditos en una estancia del partido de Trenque Lauquen.

Posibilidades de la abstracción
Trabajo desde hace años en la Unesco y otros organismos internacionales, pese a lo cual conservo algún sentido del humor y especialmente una notable capacidad de abstracción, es decir, que si no me gusta un tipo lo borro del mapa con sólo decidirlo, y mientras él habla y habla yo me paso a Melville y el pobre cree que lo estoy escuchando. De la misma manera, si me gusta una chica puedo abstraerle la ropa apenas entra en mi campo visual, y mientras me habla de lo fría que está la mañana yo me paso largos minutos admirándole el ombliguito. A veces es casi malsana esta facilidad que tengo.
El lunes pasado fueron las orejas. A la hora de le entrada era extraordinario el número de orejas que se desplazaban en la galería de entrada. En mi oficina encontré seis orejas; en la cantina, a mediodía, había más de quinientas, simétricamente ordenadas en dobles filas. Era divertido ver de cuando en cuando dos orejas que remontaban, salían de la fila y se alejaban. Parecían alas.
El martes elegí algo que creía menos frecuente: los relojes de pulsera. Me engañé, porque a la hora del almuerzo pude ver cerca de doscientos que sobrevolaban las mesas en movimiento hacia atrás y adelante, que recordaba particularmente la acción de seccionar un bife. El miércoles preferí (con cierto embarazo) algo más fundamental, y elegí los botones. ¡Oh espectáculo! El aire de la galería lleno de cardúmenes de ojos opacos que se desplazaban horizontalmente, mientras a los lados de cada pequeño batallón horizontal se balanceaban pendularmente dos, tres o cuatro botones. En el ascensor la saturación era indescriptible: centenares de botones inmóviles, o moviéndose apenas, en un asombroso cubo cristalográfico. Recuerdo especialmente una ventana (era por la tarde) contra el cielo azul. Ocho botones rojos dibujaban una delicada vertical, y aquí y allá se movían suavemente unos pequeños discos nacarados y secretos. Esa mujer debía ser tan hermosa.
El miércoles era de ceniza, día en que los procesos digestivos me parecieron ilustración adecuada a la circunstancia, por lo cual a las nueve y media fui mohino espectador de la llegada de centenares de bolsas llenas de papilla grisácea, resultante de la mezcla de corn-flakes, café con leche y medialunas. En la cantina vi cómo una naranja se dividía en prolijos gajos, que en un momento dado perdían su forma a cierta altura de un depósito blanquecino. En este estado la naranja recorrió el pasillo, bajó cuatro pisos y luego de entrar en una oficina, fue a inmovilizarse en un punto situado entre los dos brazos de un sillón. Algo más lejos se veían en análogo reposo un cuarto de litro de té cargado. Como curioso paréntesis (mi facultad de abstracción suele ejercerse arbitrariamente) podía ver además una bocanada de humo que se entubaba verticalmente, se dividía en dos translúcidas vejigas, subía otra vez por el tubo y luego de una graciosa voluta se dispersaba en barrocos resultados. Más tarde (yo estaba en otra oficina) encontré un pretexto para volver a visitar la naranja, el té y el humo. Pero el humo había desaparecido, y en vez de la naranja y el té había dos desagradables tubos retorcidos. Hasta la abstracción tiene su lado penoso; saludé a los tubos y me volví a mi despacho. Mi secretaria lloraba, leyendo el decreto por el cual me dejaban cesante. Para consolarme decidí abstraer sus lágrimas, y por un rato me deleité con esas diminutas fuentes cristalinas que nacían en el aire y se aplastaban en los biblioratos, el secante y el boletín oficial. La vida esta llena de hermosuras así.

Acefalía
A un señor le cortaron la cabeza, pero como después estalló una huelga y no pudieron enterrarlo, este señor tuvo que seguir viviendo sin cabeza y arreglárselas bien o mal.
En seguida notó que cuatro de los cinco sentidos se le habían ido con la cabeza. Dotado solamente de tacto, pero lleno de buena voluntad, el señor se sentó en un banco de la plaza Lavalle y tocaba las hojas de los árboles una por una, tratando de distinguirlas y nombrarlas. Así, al cabo de varios días pudo tener la certeza de que había juntado sobre sus rodillas una hoja de eucalipto, una de plátano, uno de magnolia foscata y una piedrita verde.
Cuando el señor advirtió que esto último era una piedra verde, pasó un par de días muy perplejo. Piedra era correcto y posible, pero no verde. Para probar imaginó que la piedra era roja, y en el mismo momento sintió como una profunda repulsión, un rechazo de esa mentira flagrante, de una piedra roja absolutamente falsa, ya que la piedra era por completo verde y en forma de disco, muy dulce al tacto.
Cuando se dio cuenta de que además la piedra era dulce, el sañor pasó cierto tiempo atacado de gran sorpresa. Después optó por la alegría, lo que siempre es preferible, pues se veía que, a semejanza de ciertos insectos que regeneran sus partes cortadas, era capaz de sentir diversamente. Estimulado por el hecho abandonó el banco de la plaza y bajó por la calle Libertad hasta la avenida de Mayo, donde como es sabido proliferan las frituras originadas en los restaurantes españoles. Enterado de ese detalle que le restituía un nuevo sentido, el señor se encaminó vagamente hacia el este o hacia el oeste, pues de eso no estaba seguro, y anduvo infatigable, esperando de un momento a otro oír alguna cosa, ya que el oído era lo único que le faltaba. En efecto, veía un cielo pálido como de amanecer, tocaba sus propias manos con dedos húmedos y uñas que se hincaban en la piel, olía como a sudor y en la boca tenía gusto a metal y a coñac. Sólo le faltaba oír, y justamente entonces oyó, y fue como un recuerdo, porque lo que oía era otra vez las palabras del capellán de la cárcel, palabras de consuelo y esperanza muy hermosas en sí, lástima que con cierto aire de usadas, de dichas muchas veces, de gastadas a fuerza de sonar y sonar.

jueves, 8 de noviembre de 2007

LLANTO POR LA MUERTE DE UN PERRO

Llanto por la muerte de un perro
Por Abigael Bohórquez

Hoy me llegó una carta de mi madre
y me dice, entre otras cosas: –besos y palabras-
que alguien mató a mi perro

“ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
-me cuenta-,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
-blanco y quebrado-,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho...”
Y, ¿por qué no?
yo también lo he llorado;
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro que habla,
y engaña, y ríe, y asesina.
Mi perro siendo perro no mordía.
Mi perro no envidiaba ni mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
al mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.

Mi perro era corriente,
humilde ciudadano del ladrido-carrera,
mi perro no tenía argolla en el pescuezo,
ni listón ni sonaja,
pero era bullanguero, enamorado y fiero.
A los siete años tuve escarlatina,
y por aquello del llanto y el capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
al par que mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
el perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
-dice mi madre-
y se fue tras de su alma –los perros tienen alma:
un alma mojadita como un trino-
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado...”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.

Abigael Bohórquez

Nació en Caborca, Sonora, (1936) y murió en 1995.

Publicó más de 18 libros de poesía y teatro. Detestaba a las personas hipócritas, era muy amable con las mujeres y en general era una persona muy afable, galante con cualquiera.

Entre las obras que ha publicado se encuentran: Ensayos poéticos, Poesía i teatro, Acta de confirmación, La madrugada del centauro, Canción de Amor y Muerte por Rubén Jaramillo y otros poemas civiles; Las amarras terrestres, Memoria en la alta milpa, Digo que lo amo, Desierto mayor y Heredad.

Perteneció a la llamada corriente subterránea, expresando en su obra hasta lo mas íntimo de sí.

Anualmente se otorga el premio Abigael Bohórquez, a nivel nacional.

martes, 6 de noviembre de 2007

El extraño





















Por H.P. Lovecraft

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados
marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.

Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.

Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.

A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.

De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.

Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.

Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.

Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.

Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.

Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.

Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.

No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.

Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.

Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.

Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.

FIN